Una sensual voz de mujer anuncia por megafonía la cuenta atrás para la representación.
Las puertas se abren. Comienza el disciplinado caminar del centenar de profesores, simultaneado con tímidos aplausos de bienvenida. Crisol de lenguas. Algunos, después de tomar asiento y preparar su instrumento, intercambian breves palabras con el vecino o vecina de silla. Rigurosa etiqueta en su indumentaria.
El murmullo en la sala empieza a bajar de nivel, como si una mano invisible accionase un mando a distancia. La iluminación va perdiendo intensidad, envidiosa del murmullo. Se oyen las últimas toses forzadas, antes de abatirse un sepulcral silencio a la espera de la primera nota con sentido.
El primer violín, un hombre joven con rasgos orientales, se levanta, coloca el instrumento en su hombro y apoya el arco sobre las cuerdas, mirando a los miembros de la orquesta. Todos callan y se preparan.
Comienza la sinfonía de los despropósitos, en la que, durante interminables segundos, la orquesta al unísono, emite lo que podría ser un “Allegro Infernale”
Devuelta la paz y armonía a la sala, como una aparición, sale por una puerta lateral, caminando a paso ligero, el director, provocando una salva de aplausos que agradece con reiteradas y estudiadas reverencias hacia el auditorio.
Conseguido nuevamente el silencio, aparece la estrella, la gran Cecilia Bartoli. Más aplausos, más reverencias y segundos después, más silencio.
El programa anuncia el “Stabat Mater” de Antonio Vivaldi y una selección de obras de Scarlatti, Händel, Y Caldara.
Cuando la diva está haciendo una magistral interpretación, observo horrorizado que mi vecino de butaca ha sacado una bolsita de celofán con unos caramelos que, a su vez, van envueltos en el mismo material. No es consciente de la que le va a caer encima. Desanuda el lacito que lleva la bolsa y la abre.
Solo un advenedizo no sabría, de las normas no escritas que hay que cumplir si vas a escuchar un concierto.
Me da pena, podría haberle avisado, pero a mi tampoco me avisó nadie.
Su siguiente movimiento, desenvolver el caramelo, desató la furia de la turba, que inició una andanada de chisteos, a la vez que miraban de forma manifiestamente agresiva hacia el causante de tamaño despropósito. El hombre, avergonzado, parecía encoger y mimetizarse con la butaca.
Mientras, la genial Cecilia continuaba con su magistral interpretación, ajena al linchamiento que se estaba gestando.
No volvió a comer caramelos.
El concierto toca a su fin.
Dos "bis" y cinco minutos de aplausos ininterrumpidos, estudiadas salidas y entradas del escenario que se repiten, reverencias y más reverencias.
Es el teatro de la música.
Caras de satisfacción por el cuarto y mitad de elitista cultura recibida
Nuevo desfile de fondo de armario, nueva exhibición de piel ajena a la que la porta, nuevos destellos de luz reflejada en piedras preciosas talladas con maestría.
“Cultos y sabios” comentarios sobre la interpretación y ejecución de las obras.
Salgo a recoger el coche para volver a casa.
Hace frío
El próximo día cogeré la bufanda
Por cierto...... el concierto, magistral.
H. Chinaski